Hace bastante tiempo estaba meditando caminando por un parque. En varios puntos del parque habían fiestas infantiles. Casi al final del parque, había una fiesta que me llamó la atención por ser la más modesta de todas las fiestas.
Cuando pasé por allí, vi al payaso que animaba la fiesta. Era el payaso más feo que había visto. Un tipo barrigón, con barba de tres días, todo sudado, y bastante cansado. Poseía un aspecto de trasnochado. Por un momento me llegó a dar miedo y hasta pensé en decirle a los niños que huyeran de allí.
Se esforzaba por animar la fiesta y lo conseguía (para mi sorpresa). Sin embargo, a mí me pareció un payaso horrible.
Mi pensamiento fue el siguiente:
“Es bien que ese hombre se gane el dinero trabajando y no robando; parece un viejo alcohólico que lleva días sin dormir y los padres del cumpleañero deben estar locos para contratar a un payaso así; ese viejo tiene aspecto de degenerado o algo así”.
Segundos después, mientras yo pensaba en otra cosa, Dios habló lo siguiente a mi mente:
“Ese hombre que viste vestido de payaso, es el padre del cumpleañero”.
Eso fue como una cachetada para mí.
Cuando vi a aquel payaso, me dejé guiar por la primera impresión y no pensé que tal vez el aspecto del payaso era feo porque el padre del niño no sabía maquillarse. No pensé que tal vez los padres del niño no se enojaron con tener un payaso muy extraño en la fiesta precisamente porque el padre era el payaso. No pensé que tal vez la familia era pobre y por eso la fiesta era modestia y el padre se disfrazó rápido de payaso porque no pudo contratar a uno. No pensé que tal vez el payaso se veía agotado y sudado porque estuvo trabajando toda la noche anterior para proveerle a su familia.
No pensé algunas cosas que tal vez hubiesen sido obvias para mí si no hubiese juzgado a la ligera.
Me sentí mal por eso. Yo había juzgado a alguien, muy imperfecto igual que yo, pero con un corazón grande de amor por su hijo. Un corazón al que Dios amaba. Esa noche tuve a ese payaso en mis oraciones.
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